Orfeo era el músico más extraordinario de todos los mortales y con su canto, deleitaba a todas las criaturas de la naturaleza.
Sin embargo, la adversidad los acechaba en el camino y se ensañaría con ellos. Una serpiente venenosa mordió a Eurídice, quien dejando escapar un grito de su garganta cayó herida de muerte.
Acompañado por un barquero, atravesó el oscuro pantano del Estigio, que separaba el reino de los vivos del de los muertos. Encontró los rostros ajados de las Furias, y el perro Cancerbero de tres cabezas que custodiaba el palacio de Plutón y Proserpina, los señores de los muertos que se encontraban sentados en sus tronos.
Se postró a sus pies y tomando su lira comenzó a cantar una hermosa canción sobre su perdida amada. Todos los presentes lloraron al compás de su triste canto y los reyes se apiadaron de él. Plutón autorizó a Eurídice a regresar al mundo de los vivos pero con una condición, que Orfeo no girase su cabeza para mirarla en su viaje de regreso, debiendo confiar en que ella lo estaría siguiendo.
Una vez afuera, Orfeo no pudo evitar darse vuelta para comprobar si detrás de él venía Eurídice, sin recordar que la condición impuesta por los reyes del Averno era que ambos tenían que estar afuera para poder mirarse mutuamente. Ni bien sus ojos se posaron en el bello rostro de Eurídice, ésta le dijo adiós y desapareció para siempre. Orfeo quiso seguirla pero espectros fantasmales le impidieron el paso y el barquero se negó a acompañarlo.
Su lamento se fue convirtiendo en una triste melodía que atrajo a los pájaros, animales y árboles del lugar, que mientras lo escuchaban trataban de protegerlo del fuerte viento y de las inclemencias del tiempo.